Las etiquetas con las que nos sentenciamos

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“Alta”, “petisa”, “inútil”, “maravilloso”, “demasiado joven”, “muy flaca”, “gordo”, “pasado de moda”… Estamos casi todo el día haciendo juicios de nosotros mismos o de los demás y eso, de por sí, no tiene nada de malo ya que –aunque muchas veces nos avergoncemos de “juzgar”- lo cierto es que muchas de esas ideas no sirven para llevar adelante nuestro día a día.

Por ejemplo, si por experiencia tengo el juicio de que voy a encontrarme con una persona impuntual, es probable que decida no correr para llegar al encuentro horario y haga mi camino de manera más relajada. Eso sí, los juicios hablan más de nosotros que de aquellos a quienes juzgamos ya que no será lo mismo alguien “impuntual” para el que llega siempre temprano, para el que disfruta de la espera o para el que se levantó “ansioso”.

El problema está en dos cosas. Una es cuando nos quedamos con esos juicios como si fueran verdades absolutas y no somos capaces de ver, en base al mismo ejemplo, que esa persona llegó a horario en nuestros últimos 5 encuentros. ¿Sería posible, entonces, cambiar mi idea sobre ella? ¿Cuán abiertos estamos a revisar esas interpretaciones que a veces blandimos como sentencias?

Y de allí el segundo inconveniente: creer que nuestra opinión es un hecho constatable, olvidar que es nuestra mirada sobre algo o alguien y que otras personas bien podrían verlo distinto. Y claro, muchas veces peleamos “a muerte” para que el otro vea lo que para nosotros es obvio. Tanto, que olvidamos que es nuestro juicio.

Las diferencias de criterio están más aceptadas en los ámbitos de la política y la religión –algo que también viene en baja debido a ciertos fanatismos en boga- pero olvidamos que las opiniones sobre distintas cosas, que disparan acciones diferentes y abren posibilidades variadas, están presentes en todos los ámbitos de nuestra vida.

Y, más allá de las interferencias en las relaciones o conversaciones que pueden aparecer cuando perdemos de vista que nuestra opinión es solo una entre miles posibles (y no digo que sea sencillo tenerlo presente todo el tiempo); hay muchos juicios que –sin quererlo- convertimos en etiquetas, palabras con forma de rótulos que clasifican al mismo tiempo que pueden inmovilizar, condicionar o determinar ya sea a nosotros mismos, a quien amamos y hasta al que no conocemos.

¿Qué posibilidades tengo de cambiar algo que me molesta si digo que “soy así”? ¿Acaso no hay impacto en los chicos a quienes sus padres tildan de “desastre”, “incordio”, “tímido” o “lento”? Hemos comentado ya en este espacio la fuerza de las palabras y cómo construimos mundos, realidades, a partir de ellas.

Porque aunque por fortuna vivimos en una época en que muchas etiquetas sociales se han relativizado, creo que otras continúan vigentes y –de algún modo- contribuyen al señalamiento, la falta de empatía o el suponer por lo que alguien transita por el solo hecho de haberlo etiquetado previamente.

Que todas las mujeres quieren ser madres, que los hijos de padres separados sufren de más, que si se es muy joven para emigrar o muy viejo para estudiar, que es de tal manera porque es hijo único o de tal otra porque tiene demasiados hermanos. La (aún extensa) lista de esos juicios y mandatos buscan señalar al otro con una vara digna de un tribunal severo que no cambiará de opinión fácilmente.

Sin embargo, hay etiquetas más difíciles de afrontar que son las que nos hemos puesto a nosotros mismos (o hemos aceptado como propias después de escucharlas de otros). Porque lo cierto es que no podemos controlar lo que los demás piensen de nosotros y, aunque nos gustaría y muchas veces pretendemos hacerlo, sabemos que es un esfuerzo vano y desgastante.

Sí es posible, no obstante, empezar a cuestionar lo que opinamos de nosotros mismos, relativizar ciertas etiquetas que parecen adheridas a nuestra frente para saber que podemos sacarlas, cambiarlas, morigerarlas. Saber, en síntesis, que tenemos el poder de hablarnos de otro modo, clasificarnos con un método distinto y con reglas más amplias porque, en definitiva, somos los dueños de esas normas.

¿Por qué no crear, entonces, interpretaciones que nos permitan vivir más livianos? ¿De qué nos sirve juzgarnos con tanta dureza? No es sencillo ni sucede de un día para otro, pero cuánto mejor transitaríamos nuestro día a día si nos permitiéramos validar la propia experiencia a sabiendas de que cada uno tiene su tiempo, su personal habilidad y su contexto sin que esto implique dormirse en los laureles o justificarse eternamente por las etiquetas recibidas.