Con subas, bajas y particularidades, la ansiedad nos atraviesa a casi todos. En especial en tiempos en que la pandemia y la crisis carcomen la confianza.
Muchas veces me pregunto cuáles son los límites de mi autoexigencia, al mismo tiempo que creo que no lo hago tan bien como me gustaría. Y pongo el foco en los resultados que no siempre llegan. Al menos no como lo he planificado.
Y, por supuesto, tampoco como “deberían” o dictan los mandatos de la sociedad exitosa, feliz y satisfecha.
Es ahí donde el respeto por mi proceso, mis tiempos y el modo en que me encuentro se desdibuja entre comparaciones, miedos y búsquedas imposibles de la receta justa, rápida y sencilla.
Y es entonces, con todas las resistencias que soy capaz de poner, cuando veo que nada logro desde mi ansiedad y rigidez, cuando vuelvo a mí para encontrar las respuestas. No es sencillo esquivar la vorágine, pero ver que no nos lleva a ningún lado puede ser una manera. Una forma de ejercitar la paciencia y la confianza (la fe, bah).
Porque allí la magia no tiene que ver con que los resultados lleguen sin esfuerzo y en un santiamén sino con recorrer el sendero para ver qué hay al final y atrevernos a disfrutar el trayecto o los aprendizajes; aunque vengan sin garantías de devolución.