¿Quién no ha escuchado que “hay que vivir la vida”? ¿Qué quiere decir eso en realidad? Al
parecer en estos tiempos no solo tiene que ver con los desprejuicios sino también con cierto
individualismo y –sobretodo- con la idea tan difundida de que no es posible parar, tener
momentos de ocio o respetar nuestros tiempos mentales, emocionales o corporales.
La cultura de no parar se estrelló con la pandemia y el confinamiento el año pasado cuando,
sin embargo, nos las arreglamos para cocinar todo el día, hacer un millón y medio de cursos o
mirar todas y cada una de las series que no habíamos alcanzado a ver durante dos o tres años.
Exageraciones aparte, a veces me pregunto cuánto podemos escucharnos a nosotros mismos
sin intentar correr tras los mandatos que otros han puesto ahí: sean viajes, experiencias,
matrimonios, hijos, títulos, cuerpos esculpidos y felicidad absoluta mostrada en las redes con
lujos, paisajes, amigos y copas en la mano.
Y no es que esté en contra de mostrar cosas que disfrutamos sino que a veces ver todo eso nos
lleva a preguntarnos si somos los únicos que tenemos malos momentos en la vida. No
obstante, tal vez eso sea tema para otra oportunidad.
¿Cuántas veces en el día realmente conectamos con lo que sentimos y actuamos en
consecuencia? Y no se trata de tirar todo por la borda e irnos de juerga ni de quejarnos porque
en el trabajo no podemos hacer lo que se nos ocurre sino, más bien, de saber qué es lo que
queremos, de qué tenemos ganas o –al menos- de no cuestionar lo que hacemos o sentimos
simplemente porque no deberíamos, porque tendríamos que estar en algo más productivo,
porque “no estudié para esta porquería”, porque si alguien me viera me muero de vergüenza.
Hace poco participaba de un evento que me produjo bastante incomodidad, hasta que me di
cuenta de que la molestia venía de lo que otros pudieran pensar al verme ahí. Fue tanto el
alivio que sentí al percibir eso (¿podía yo saber o controlar lo que otros pensaban? ¿Era de
verdad importante?) que enseguida estaba disfrutando de todo lo que allí pasaba.
Tan absurdo como suena el pasarla mal o desperdiciar el ahora dando vueltas sobre vueltas a
pensamientos ajenos sobre los que no tenemos el más mínimo control. Tan acostumbrados
estamos a vivir la vida de otros o por otros que ni siquiera cuestionamos esos sentimientos o,
mejor dicho, no nos planteamos decirnos algo distinto sobre lo que nos molesta.
Porque lo cierto es que no hay nadie afuera que pueda hacernos sentir mal y que, nos guste o
no, somos los únicos creadores de nuestro malestar la mayor parte de las veces.
¿Qué pasa cuando conectamos con nosotros de verdad? ¿Qué, cuando nos sacamos todos los
atavíos que nos hemos impuesto? A mí suele darme vértigo ir hacia lo nuevo, despojarme de
las historias conocidas para escuchar las otras, las más auténticas, las que de verdad tienen
que ver conmigo.
En mi experiencia es un desafío cotidiano, estar atenta a mis emociones para saber qué fue lo
que me dije y preguntarme si quiero cambiarlo. No hay recetas ni transformaciones
instantáneas. Siempre preguntas que nos guían a otros puertos. Y la de hoy es qué significa
para cada uno, de verdad, vivir la propia vida.