Hemos creído durante mucho tiempo que las palabras son livianas y que no tienen ningún impacto en nuestras acciones o emociones. Sin embargo, el lenguaje no solo crea realidades concretas sino que también sirve para determinar la manera en que queremos transitar la vida.
Un ejercicio que me gusta hacer todas las mañanas es elegir al menos una palabra que guíe mi
día. Incluso antes de levantarme la pienso e intento ponerla por encima de las actividades que
me esperan. Alegría y flexibilidad son dos que están desde hace un par de meses. Es un
ejercicio que –luego de un buen tiempo y de traerlo a conciencia a diario- me sirve para
conectar con lo que me mueve y con cómo quiero transitar mi vida más allá de los
“imponderables”.
¿Es mágico? Claro que no. Primero porque se trata de una construcción cotidiana que tiene
que ver con hacer algo distinto de lo que hice durante casi toda mi vida. Segundo porque –si
bien el lenguaje nos muestra la manera en que observamos el mundo, el hecho de cambiar
porque sí una palabra por otra no siempre implica una modificación instantánea de nuestras
emociones aunque sí es un gran movimiento para salir del automático.
Poder prestar atención a lo que nos decimos –muchas veces sin “saberlo”- apenas abrimos los
ojos, puede darnos una pista de lo que vamos a priorizar a lo largo del día. Porque si lo primero
que escuchamos de nosotros en la mañana son frases que nos desalientan, es probable que
esa conversación interna se mantenga ante cada desafío que se nos presenta e, incluso, ante
cada cosa que podríamos disfrutar si nos lo hubiéramos propuesto.
Saber cuál es nuestra conversación interna es un primer paso para empezar a conocernos. El
segundo es darnos cuenta cómo nos influye eso que nos decimos. ¿Cómo nos hace sentir?
¿Cómo impacta en nuestro cuerpo? ¿A qué metas nos lleva? En síntesis: qué posibilidades nos
abre o nos cierra.
“Te espero mañana”, “te amo”, “me voy”, “sí, acepto”. Son millones las palabras que decimos
a diario y que, al pronunciarlas, modifican nuestro mundo de manera directa y real. Cuando
decimos que con el lenguaje creamos nuestra realidad no se trata de algo superficial o inocuo
sino de cosas tan concretas como encontrarnos, irnos de un lugar que no queremos o dar el sí
para casarnos, emplearnos, divorciarnos o renunciar.
Tal vez gracias a las promesas de algunos políticos y adultos, hemos aprendido desde muy
chicos que a las palabras se las lleva el viento, pero todos sabemos que eso no es cierto. Basta
pensar el modo en que aún nos duelen algunas sentencias que han hecho sobre nosotros y
que, en algunos casos, todavía influyen en la manera en que nos definimos.
A veces me sorprendo cuán livianamente nos insultamos o nos calificamos como “desastre” o
“fracaso”. Porque no es nada liviano lo que esas palabras producen en nosotros. Porque una
sola palabrita encadena otras de tonos similares para armar relatos que, por decirlo de algún
modo, nos desmoralizan o nos dejan varados en intentos vanos.
No es frívolo modificar el modo en que nos hablamos por uno más amable y amoroso con
nosotros. No solo porque así podremos hablarle diferente a los demás sino también debido a
que podemos empezar a darnos cuenta de la fuerza que tienen nuestros relatos para construir
sentido y alcanzar nuestras metas.