Las señales y nuestra capacidad para verlas

Tal vez por una cuestión de edad o porque aún me gusta creer en el contacto cara a cara y en el esfuerzo de pensar por mí misma algunas cosas, he solido pelearme con la tecnología pese a ser usuaria de la misma.

Hace unos años me aterraba que el uso del GPS me llevara a perder el contacto con las personas. El parar a preguntar, hablar con gente de otros sitios, sentirme perdida como una excusa para detenerme. Sin embargo, la experiencia me enseñó que, aunque nos da seguridad, el GPS no es infalible (¿alguien sabe por qué nos envía siempre por las rutas más difíciles?) y tarde o temprano nos obliga a frenar o a “cambiar el camino” para ponernos en la encrucijada de decidir por dónde continuar.

En el medio de un sendero o en una ciudad desconocida, podemos seguir las señales o preguntar a alguien que pasa (¡y recemos por saber el idioma!), pero eso no siempre alcanza para orientarnos. Porque aunque las señales viales están estereotipadas y son reconocibles casi de manera universal, muchas veces o no las interpretamos bien o lo hacemos recién cuando la salida de la autopista acababa de pasar… con los contratiempos, ansiedades, resquemores y fastidios correspondientes.

Una señal es “un signo, un gesto u otro tipo de informe o aviso de algo”, dice Wikipedia mientras la RAE muestra más 19 definiciones posibles para este término relacionado con la intuición, con la sustitución de la palabra, lo simbólico y la capacidad de decodificar desde luces titilantes, bajadas de bandera, miradas insinuantes, chasquidos de dedos o silencios penetrantes.

Todo el tiempo escuchamos e interpretamos señales, gestos y miradas… y muchas veces damos por supuesto cosas que no son, hacemos juicios apresurados o damos una respuesta antes de que corroborar que comprendimos lo que el otro quiso decir. Y  no es que eso mismo no nos suceda cuando hay palabras de por medio ya que, sin quererlo, muchas veces respondemos por costumbre, hábito o distracción.

Pero más allá de estos desencuentros cotidianos con otros, la vida está llena de señales que solemos pasar por alto o porque estamos mirando el GPS, la pantalla del celular o las tildes que nos faltan para alcanzar los estándares básicos. Porque aunque útiles y funcionales, a veces la tecnología y las rutas tradicionales no contemplan infinidad de variables que tienen que ver con nuestra esencia, modos de viajar o disfrutar y costumbres arraigadas.

¿Cuántas veces pasamos por alto carteles luminosos que cobran sentido tarde, cuando  estamos a kilómetros de donde queríamos y en dirección opuesta o estrellados contra un árbol que se había anunciado de todas las maneras posibles pero confundimos con cualquier otra cosa?

No sirve echar culpas al GPS sino más bien hacernos cargo de la desconexión con nosotros para poder interpretar esos signos que dejamos pasar porque no sabemos escucharlos o porque confiamos más lo que está afuera que en nosotros mismos. Como cuando el cuerpo susurra cansancio a diario o hay interferencias que ignoramos hasta que es demasiado tarde.

Entonces el daño colateral nos indigna, pero no nos sorprende porque en el fondo “sabíamos” y, casi de manera automática, nos pasamos por alto por los debería, porque a todos les parecía fantástico menos a nosotros y mil razones tan válidas como alejadas de nuestra persona.  

Cuán sordos y ciegos vamos, a veces, a las propias necesidades, deseos o intuiciones al mismo tiempo que estamos bien atentos a lo que otros desean y a los mandatos del no parar. Cuántos malos tragos o cambios de camino nos ahorraríamos si pudiéramos estar más cerca nuestro y cuánto más fácil sería interpretar (¿o debería decir hacerle caso?) las señales que nos indican los caminos con corazón, como decía el Don Juan de Castaneda.

No sé si desaparecerían los problemas, pero estos tendrían que ver con pasos elegidos más allá del consumismo incesante, la vidriera de las redes, el deseo de ser políticamente correcto y el miedo a desaprovechar oportunidades absurdas a la par que nos perdemos a nosotros mismos.